El CIUDADANO
Aída María López Sosa
Miro, observo… a lo lejos está la misma banca de hierro en el parque, despintada, apenas ocupada de vez en vez por los niños que corretean a las palomas. El parque quizá sea el único lugar que ha podido exiliarse del ajetreo cotidiano de la gran ciudad. Ya no me apresura el tiempo, no necesito ritmo; tampoco me afecta el ruido o el polvo que levanta el aire enojado. Los que estuvieron, ya no están. Nuevos rostros completan el paisaje, las calles. Algunos disfrutan del sol, otros de la luna. En medio del parque, incansable está la Venus negra reciclando el agua de la fuente. ¿Cuántos años tendrá? Nunca lo supe, pero ella sigue sin envejecer como testigo del encanecido tiempo. Yo la acompaño. La reconozco, no sé si ella a mí. Siendo un niño me sumergía en sus aguas chapoteando para refrescarme, alguna vez me pareció verla sonreír, pero no estoy seguro.
En cada mujer cuidando a su hijo de las travesuras, veo a mi madre; la misma expresión de preocupación ante el peligro de que su pequeño pueda caerse de un columpio o cuando su vista no lo alcanza a encontrar. El hombre que vende las palomitas en un viejo carrito pintado de rojo, tiene la misma figura pero no el mismo rostro, quizá sea su nieto u otro. El hombre ocupa el mismo lugar frente al algodonero de azúcar, pedazos de nubes blancas, rosas y azules. Antojos salados y dulces dispuestos a capricho de quienes disfrutan el oasis verde de árboles ancestrales y otros no tanto que van inclinando sus ramas en busca de la caricia del sol.
Está la banca de los bohemios, apartada en un extremo, lejos del bullicio infantil, donde segundas y terceras generaciones se reúnen para contar sus aventuras de Don Juán, algunos se acompañan de un cigarrillo. Recordar enciende sus rostros, les resta años. Giran la cabeza hacia la buena mosa que pasa, siempre tienen algo que piropear. Sus picardías develan sus pérdidas al sonreír: dentaduras incompletas, pieles ajadas, que no merman sus aventuras inconfesables.
Una cancha agrietada al otro lado de los bohemios, aviva el sueño de los adolescentes que aspiran a ser estrellas de futbol. Sudorosos corren, se enojan, saltan, algunos se despojan de la playera. El balón desgastado es depositario de los desenfrenos y maledicencias que la testosterona acentúa. Vociferaciones ensordecen el paso acompasado o presuroso de quienes intentan llegar al paradero de autobús. Hombres y mujeres se secan el sudor, miran sus relojes otros hacen llamadas desde su móvil; unos tranquilos otros nerviosos, con lentes, sin lentes, altos, bajos, jóvenes, viejos, solos, acompañados, todos se enajenan del entorno. Convergen por destino.
Uno que otro merolico acude al parque con la esperanza de persuadir con sus remedios. Quimeras que los desolados o confiados, quizá ingenuos, compran para aliviar alguna dolencia. Los hay para la gripe, el dolor de cabeza, el estrés, el insomnio; para la ansiedad en la que todos están inmersos por la inseguridad, el desempleo y por los amores fugaces que cada vez son más frecuentes en una ciudad en la que todos parecen extraños, donde lo único seguro es el cielo para los creyentes y el infierno para los pecadores.
Al declinar la tarde la vista deslumbra con espejos, brillos y lentejuelas desfilan en colores ataviando mujeres entaconadas. Ninguna permanece, siguen su camino cierto para ellas y para algunos cuantos que saben de su oficio. Se oyen murmuros acerca del largo de la falda o el maquillaje penetrante, de cómo amanecerán, cuánto dinero pagará su cuerpo, de la tragedia en la que seguramente terminarán sus vidas.
Entre tanta gente y bullicio nadie voltea a verme. Cuando las aves se posan en las copas de los árboles a veces me manchan con sus excreciones, nada que la lluvia no pueda lavar. Se acercan a mí cuando me golpea el balón, o los niños juegan a las escondidas; también cuando los estudiantes tienen una tarea de historia, entonces es cuando se enteran, al leer la placa adherida a mi base, que alguna vez existí, que fui un ciudadano como ellos y ahora los represento a todos. Los años me han vuelto invisible, el bronce ha perdido brillo, ese brillo de las entaconadas, ese brillo que extraño.
DESEO CONCEDIDO
La luz del sol me molesta. La falta de sueño de varias noches ha dejado marcas en mi rostro cada vez más envejecido. Hoy es la quinta vez durante el mes que falto al trabajo a causa de las fiestas de cumpleaños que celebran en la oficina. Eso de los abrazos, regalos y felicitaciones me enfada. Quizá cuando vuelva me digan que estoy despedida, pero es lo que merezco por ser tan incumplida. Mi mejor aliada es la cama que sin reparo soporta mi mermado cuerpo. El refrigerador está vacío, pero no siento hambre. En el trabajo mis compañeras envidian mis escasos kilos, no saben que la comida apenas la tolero. En muchos años no he logrado tener una pareja que entienda mi mala suerte, dicen que exagero cuando me quejo. La vecina de enfrente ha tocado la puerta tres veces, siempre lo hace cuando no me ve salir para ir al trabajo, dice que la busque si necesito algo, pero en realidad no quisiera ver a nadie, no tengo deseos de hablar, prefiero estar sola con mi silencio y Coco, un gato siamés que venía todos los días a comer hasta que en uno de esos se quedó. Se acerca la fecha de mi cumpleaños, pero cómo piensa mi familia que voy a celebrar un año menos de vida, eso es para entristecer a cualquier. El año pasado me hicieron una fiesta sorpresa que terminó frustrándolos porque no llegué. Luego vinieron los reclamos, pero nunca he sido una buena hermana y menos una buena hija, no sé qué les extraña. Creen que me divierte eso de que te cantan el pastel y luego te entierran la cara en el, mientras que la pobre gente tiene que comérselo por educación. Seguro el día que me muera hasta hacen fiesta. Desconecté el teléfono desde anoche, si habla mi madre pensará que estoy en el trabajo, lo bueno es que no sabe cuál es el último que tengo. De tanto mirar la alfombra beige hasta parece que se forman figuras rojas, ha de ser por lo sucia, no me terminan de reparar la aspiradora; luego dicen que no es mala suerte que se te descomponga la misma semana que venció la garantía y peor aún, que no haya la pieza. Tiene sus ventajas que nadie te visite. La última vez que me confesé el cura se escandalizó cuando le dije que tenía deseos de matarme, que Dios no me lo perdonaría, como si Dios estuviera cuidando lo que hago, pero es lo que siento cuando amanece, me miro al espejo y solo veo canas, arrugas y los ojos hundidos como de una calavera, incapaces de soltar una lágrima que les devuelva la vida. Tantos medicamentos que he tomado para la tristeza han vaciado mis ahorros, ahora sí que no tengo dónde caerme muerta a menos que camine por el aire desde el octavo piso donde estoy. El día que lo haga lo haré de noche, odio el sol. Hay que ser valiente para cortarse las venas y aguardar a la muerte pacientemente o para soportar el envenenamiento de cientos de píldoras enloquecidas corriendo por tu sangre. Si consigo una pistola será más fácil, con solo mover un dedo dejo de ser una carga para la familia y dejo una vacante en la oficina. Hace unas horas mi familia y mis conocidos estaban tristes como yo, seguramente ya los contagié. No entiendo cómo entró mi madre a mi departamento y soltó un grito que cortó el silencio, decía que la alfombra estaba teñida de rojo, enseguida vinieron personas con guantes que decían que aparentemente la causa era arma de fuego, pero que no definirían nada hasta después de la autopsia. No tengo hambre… no tengo sueño… no quiero fiesta…
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