Vulnerables
Lo notó desde el primer día, algo funcionaba mal, aunque no sabía qué. No le molestaba que el carro se pudiera parar en cualquier momento, sino que los reproches de su madre, sentada a su lado, serían interminables.
Marcos aún recordaba la reprimenda cuando se apareció en la casa con ese viejo Ford Falcon, no le importó que el carro lo doblara en edad, o que no pudiera definir el color, porque las reparaciones y las diferentes pinturas se notaban en toda la carrocería, le fallaban algunas luces y los frenos no garantizaban nada. Pero, ¿a quién le puede importar todo eso cuando se compra el primer carro?
Ningún comentario lo amedrentó.
Le había costado mucho trabajo reunir los quinientos dólares para comprarlo. Los juntó trabajando los fines de semana, siendo mesero en alguna fiesta, o a veces, conduciendo al hospital a Miss Ann, la madre del manager del edificio donde vivían.
Le preocupaba esa especie de tos que el carro desprendía, sentía los tirones del auto, pareciendo que iba a detenerse en cualquier momento. Le hizo pensar que podía ser el carburador, pero lo había limpiado el último fin de semana. Después pensó en la bomba de gasolina, pero el antiguo dueño la había cambiado dos semanas antes de vendérselo a él, le había puesto una usada, pero en buenas condiciones, según dijo. Definitivamente, el problema estaba en el suministro de combustible, diagnosticó seguro de sí mismo. “Tiene que ser eso”, se repitió en voz alta, haciendo que la madre girara su cabeza interpretando que le había hablado a ella. “Nada, nada”, le dijo para que no lo tratara de loco ni de estar nervioso.
–Es que creo que la gasolina llega sucia al motor, tú sabes, como es un carro viejo debe tener basura o quizá, óxido en el tanque, por eso la gasolina no llega bien –dijo como para justificarse.
Su madre apenas pestañeó, luego giró su cabeza como para observar el paisaje y decir lo que era obvio: “Te lo dije”.
No quiso darle al carro la oportunidad para detenerse, a duras penas entró en el estacionamiento del Home Depot.
No se sorprendió de ver mucha gente apiñada alrededor de los camiones o camionetas, lo veía muy seguido, todos tratando de conseguir un día de trabajo en alguna obra, o cortando el césped, cualquier cosa venía bien con tal de conseguir algo para llevar a casa.
Marcos se sintió aliviado de que él no tenía que hacer eso, pero se preguntó cuantas veces su padre fue uno de ellos, buscando trabajo por un día, en aquellos primeros años en Chicago cuando escaseaban dinero, comida y esperanza.
Eligió entrar al estacionamiento por que si se detenía en la calle, seguramente la policía se acercaría para “ayudarle”. Lo que significaba no la deportación, eso no le preocupaba, sino que le pedirían al menos doscientos dólares para no decomisar el auto, además de llevarlo preso por no tener licencia de conducir.
Se bajó con movimientos rápidos, se puso frente al carro y abrió el capó para ver el motor. Se disponía a poner la traba del capó, pero vio a través del parabrisas, la cara de su madre que lo miraba, entre ellos, una estampa de la Virgen de Guadalupe colgaba del espejo. La misma estampa que su madre le había regalado para su primera comunión, ahora se interponía entre ellos.
Trabó el capó y sacó la manguera de combustible con la idea de purgarla de cualquier basura que tuviera dentro. No pudo evitar los recuerdos de la agria discusión entre sus padres, un año atrás, cuando su madre empezó a visitar aquel templo de La Nueva Orientación.
Marcos no entendía el cambio de su madre, y menos su padre, que si antes hablaba poco, menos le interesaba hacerlo ahora. Su padre solo hablaba en sus ratos de furia, exclamando que desde que habían llegado a Chicago, todos se habían vuelto locos.
Su madre tenía un hábito extraño, a pesar de haber cambiado de religión, una religión que no aceptaba la existencia de la Virgen, cada tanto limpiaba el cuadro de la Virgen de Guadalupe, y decía cosas en voz muy baja, pensando seguramente que nadie la veía. Marcos le preguntó más de una vez si estaba rezando, pero con parquedad, la madre le contestaba que se metiera en sus asuntos.
El truco de la manguera surtió efecto, el auto arrancó sin problemas y finalmente fueron a hacer las compras a ese supermercado que vende casi todas cosas por menos de un dólar. Era domingo, el día en que su hermano volvía después de estar un año en Alemania de entrenamiento con el Army, todo sería como antes, comerían carne de cerdo, la favorita de José, su hermano, se sentarían a la mesa, todos hablarían, incluso su padre, que pediría una cerveza y que le pasen el guacamole; le encantaba el guacamole, siempre se comía todo el bol él solo, era un espectáculo verlo comer. Marcos rogaba que Lupita, su hermana, se dignara a hablar español. Él no recordaba cuando había sido la última vez que Lupita había hablado en español. Era la única que había nacido en Estados Unidos. La única que no tenía problemas de papeles, al menos hasta ahora, por que José el hermano que estaba en el Army, tendría los suyos al terminar el servicio, después de todo, para eso se había incorporado.
Lupita como toda adolescente, era rebelde, a tal punto que decía que se había olvidado de hablar español. A todos eso los tenía intrigados. Si bien no se le escuchaba una palabra en español desde hacía cuatro años. Una amiga una vez hizo una broma que estaba saliendo con un nuevo ‘amigo’ mejicano, recién llegado del D.F.; si era que no se acordaba, aprendió de golpe para hablar con el chico que le gustaba. Igualmente, a la hora de sentarse a la mesa, el caso era patético, el padre no hablaba inglés, la hija rehusaba hablar español, y la madre bendecía la comida con un rezo que nadie conocía ni quería conocer.
Marcos estaba contento por que la llegada de José pondría las cosas en su lugar. Cada uno recordaría dónde estaban situados y de dónde provenían.
A su padre se le iría el mal humor. Su madre no mezclaría todo con la visión mesiánica de su nuevo pastor. Lupita sería amable y respondería, al menos en inglés, los favores que se le pidieran. José querría ver al Guadalajara ganarle al América. Y él estaría más contento que nunca, ofreciendo cervezas, alabando la comida, hablando con todos, en el idioma que quisieran y todo volvería a ser como antes.
A Marcos el pensar en ello le había abierto el apetito.
En el supermercado habían comprado varias latas de frijoles con cerdo, la madre dijo que se ahorraría fácilmente unas dos horas de cocina y varias ollas para lavar. También encontraron frascos de chile, de pepinos, bolsas de tortillas, guacamole y nachos congelados.
–Mamá, esto no le va a gustar a José.
–No notará la diferencia, te lo aseguro.
Marcos no quiso discutir. Tuvo claro que José estaría contento de estar en casa. Después de comer, después del partido de fútbol, tal vez irían juntos al parque donde solían ir de pequeños, ahora en su nuevo auto, ambos orgullosos de las vidas que estaban llevando, siendo hombres que respetaban de dónde venían y el lugar donde habían crecido.
La cuenta del supermercado fue astronómica, más del triple de lo que se tenían permitido gastar, pero la ocasión lo justificaba. Pagaron en efectivo, se sonrieron cuando la empleada les preguntó si pagarían con tarjeta de crédito, esos lujos estaban lejos de su presupuesto.
Las bolsas sumaban casi dos docenas, no sin esfuerzo, entraron en la cajuela del carro. El viaje de regreso fue un concierto de: ¡Cuidado!, ¡Vas muy rápido!, ¡Viene otro carro!
La paciencia de Marcos se estaba colmando. Por suerte llegaron pronto al edificio y Marcos quiso entrar por el alley, la calle trasera, que era más cómoda para acarrear las bolsas. La madre tomó algunas, pero su naturaleza frágil no le permitía llevar demasiado.
Marcos, con una docena de bolsas en sus manos subió los tres pisos hasta llegar al último departamento.
En el patio trasero, su padre estaba sentado en silencio bebiendo una cerveza, en una mesa su lado, yacían ya dos envases vacíos.
Dejó las bolsas en la cocina y vio que su madre estaba cubierta de lágrimas, pero no lágrimas de tristeza, un tipo de lágrimas diferente a las que estaba acostumbrado a ver.
Desde el salón de estar llegaba un sonido confuso, un sonido entremezclado de diferentes voces y extraños tonos, que se esparcían indiferentes por los ambientes de la casa.
–Tu hermano está en casa – dijo la madre entre llanto y sonrisas.
Marcos se acercó hasta el salón de estar. La televisión disparaba alegremente comentarios sobre un partido de Football entre un equipo de Colorado y otro de Florida. Sentado frente al aparato, José, el hermano de Marcos observaba ese juego entre absorto y perdido.
Al verse uno al otro, José se puso de pie y abrazó a Marcos. José no se había cambiado de ropas, por lo cual vestía su impecable uniforme del ejército. Le sentaba muy bien, aunque a Marcos le costó verlo sin el abundante cabello que normalmente llevaba su hermano.
José invitó a Marcos a ver el juego, por lo cual se sentó de nuevo y quedó compenetrado con la pantalla.
Marcos no pudo evitar ver los restos de comida rápida en la mesa del salón de estar. Lo restos de hamburguesas, papas fritas y soda estaban por doquier.
–Siéntate –dijo José señalando uno de los sillones pero sin dejar de ver la pantalla.
–Debo ir por más bolsas –contestó Marcos aunque se quedó allí mirando a su hermano que no despegaba los ojos del televisor.
–Gusto de verte de nuevo José – dijo Marcos al mismo tiempo que tocaba el hombro de su hermano.
José sonrió y respondió apenas con un balbuceo incomprensible.
Marcos bajó las escaleras y vio de reojo que su madre limpiaba la imagen de la Virgen de Guadalupe, no se animó a leer las murmuraciones de su boca, porque sabía qué era lo que estaba diciendo. Pasó a lado de su padre como si fuera una mueble más de ese patio vacío de emociones. Bajó los tres pisos y escuchó la voz de su hermana hablando rápido y en inglés por un teléfono celular. Supo sin saberlo, que hablaba de un nuevo chico en el barrio.
Marcos llegó al carro y se detuvo unos metros antes de él para contemplar su única posesión en la vida. Le pasó los dedos por la rugosa carrocería, como si fuera la piel de la mujer de sus sueños. Abrió la puerta del conductor. Se introdujo y colocó la llave como si quisiera encenderlo, de hecho lo hizo, sin saber por qué. Jugó con lo dedos en el volante y simuló hacer cambios de velocidades. Finalmente, mirando fijo a través del parabrisas. Puso primera y arrancó sin saber a dónde quería ir.
Repentinamente, había perdido el apetito.
Cuento, copyright: Fernando Olszanski©