Los levantados
Por Juan Mireles
Primero es la incredulidad, después la creencia de que todo podrá ser más claro. El razonamiento. Se dicen unas cuantas palabras que nadie escucha. Nadie quiere escuchar, solo nosotros, los detenidos. Los hombres armados nos hicieron una serie de preguntas para confirmar nada. Gerardo no podía con el miedo, se le salía por los ojos. Me arrastró junto con él, al llanto. En ese momento piensas en tu familia; llegan rostros, sensaciones, algunos recuerdos. Un “no debíamos estar ahí”, “por qué nos está pasando esto si somos buenas personas”. Sí, buenas personas, pero para estos tiempos eso no es suficiente.
Es cierto, nunca nadie debe estar en un momento así, pero lo estamos. Hay otro muchacho que se nos pegó en el camino. Las cervezas abren puertas. De esas amistades que se conforman por la eventualidad, en el accidente, en esa coincidencia que a veces se vuelve pesadilla. Lo cierto era que el camino era recto y el destino era el mismo para los tres. ¿A dónde? Ya no importa el lugar exacto al qué íbamos y por qué nos dirigíamos hacía allá. Las noticias se encargarán de nombrarnos, de indicar los lugares, dar respuestas que desconocemos, y con suerte, encontrarnos.
Al poco tiempo de recorrido por la carretera se nos emparejaron un par de camionetas. Nos obligaron a salirnos del camino. Ya detenidos, varios sujetos armados descendieron de los vehículos. Un par de ellos nos apuntó directamente a mí y a Gerardo –el acompañante se había echado al piso en la parte de atrás del auto, no supimos en qué momento trató de esconderse. Lo bajaron igual que a nosotros de todos modos-. Era claro que no resultábamos una amenaza para ellos. Se nos veía en la cara la inocencia. Pero de nuevo, no importaba.
De la radio de uno de los hombres salió una voz que no alcancé a escuchar muy bien porque estaba un tanto distorsionada y un tanto más por el dolor tremendo de cabeza y la náusea que me había producido todo este problema. Debió ser una indicación, porque enseguida nos subieron a una de las camionetas. No dijimos nada porque estábamos petrificados.
Regresamos a la carretera. A unos cuantos kilómetros más se desviaron por una vereda para internarse al campo.
Entre ellos hablaban de cosas cotidianas, de alguna Laura y de alguna otra, que las irían a ver más tarde si es que no tardaban mucho, dijo uno de los tipos que mantenía su radio pegado a él. El sujeto que nos escoltaba en la parte de atrás de la Tacoma era callado. Sostenía un cuerno de chivo sin mucha convicción. Tampoco nos daba demasiada importancia.
No nos vendaron los ojos. No nos cubrieron el rostro. No les importaba que viéramos el camino de terracería, la hierba crecida por la temporada de lluvias, y el par de montañas del fondo que encerraban el terreno al que llegamos un rato después.
El tiempo transcurre muy rápido cuando los nervios invaden, así que sólo en un momento de lucidez, cuando me tenían hincado y de frente a ellos –eran cuatro, se había sumado uno más, el que parecía el líder del grupo y que venía en la otra camioneta-, di cuenta de que ya era de noche, que las únicas luces en ese descampado provenían de los faros de la Raptor y la Tacoma. Pasado un minuto o dos, el sicario que llevaba la voz de mando, se acercó a Gerardo y a mí –del otro chico al que le dimos aventón, no supe más- y nos cuestionó sobre personas que no conocíamos. Nos señaló como integrantes de otro grupo delictivo con el que estaban peleando la plaza. Dio nombres y apodos. Nombró a comandantes y otros jefes. Nos acusaba, con la respiración torpe debido a su sobrepeso, de andar trabajando para un tal Diablo. Quería respuestas y las quería ya. Pero nosotros qué íbamos a saber de lo que nos preguntaba si sólo habíamos salido de la ciudad para tomarnos un respiro de sus formas, escapar de sus muros. Éramos un par de jóvenes a los que esa vida-narco les quedaba lejanísima; esa vida referenciada a través de videos en internet y corridos, de historias contadas en blogs o en televisión, de testimonios de familiares de víctimas recogidos en periódicos. El tema nos llegaba de rebote, incidentalmente: no teníamos mucho conocimiento sobre lo que sucedía en ese mundo porque tampoco nos interesaba. Vivíamos para otra cosa y para otro futuro, para un destino longevo y pleno.
No, señor, no sabemos nada, le dije. No sabemos nada, le reiteré tembloroso. No sé quiénes son ustedes, respondí alzando la voz. Gerardo, totalmente descompuesto le juró que no sabíamos nada. Ambos juramos que no sabíamos nada. El hombre no nos creyó. Dijo que el otro muchacho andaba halconeando para los contras -quién sabe…
No muy lejos de ahí o mejor dicho, muy cerca del lugar en donde estábamos, escuché un disparo. En ese momento entendí que ya no importaba lo que pudiéramos decirle. Que la suerte era esta tierra, bajo este cielo cerrado, oscuro, acompañados de cuatro sombras que se formaban por las luces de las camionetas. Una de esas sombras dio unos pasos hasta quedar a medio metro de mí. Apuntó su arma a mi cabeza. En ese momento miré a Gerardo buscando respuesta a todo, él me miró de la misma manera, como si quisiéramos explicarnos la situación y la vida en un segundo. Pensé en mi madre y mis hermanos, en mi padre… Pensé en su preocupación, su angustia, su desesperación por saber de mí. Pensé en la pena que no se les iría nunca. Pensé, también, en lo cotidiano, en la sencillez de las cosas, en que las vidas, incluso de las especies más insignificantes, seguirán su camino y su inercia sin enterarse del monstruoso momento que estábamos pasando. Pensé en Dios y su silencio. Pensé en que, a final de cuentas, nada ni nadie podía salvarnos.
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