Todo a mitad de precio
A Humberto Gamboa y la librería Tres Américas
Una vieja librería
en una avenida extraña
la tarde se desliza
todos los libros
a mitad de precio
El dueño empaca viejas revistas:
a veces conversa
con algunos clientes
que vienen a ver si el muerto sigue muerto.
Escojo dos o tres libros:
algo que no he leído en años
algo por leer
algo desconocido
al pagar nos miramos:
no nos reconocemos
pero nos damos el pésame.
En siete días más
la librería venderá café o hamburguesas.
Nadie recordará haber leído ahí
a Lezama Lima
nadie recordará
haber susurrado algo al oído de una chica morena
que deambulaba sin ganas
por las antologías de narrativa francesa
nadie recordará
media calle más abajo
haberla abrazado
para sentir el viento entre sus cabellos.
Gerardo Cardenas
Ludmila
Awa canturrea por lo bajo tratando de llevar el ritmo de la canción que suena a medio volumen por las bocinas del delicatesen. Apenas han dado las ocho de la mañana. Le sorprende el ruido de las campanillas de la puerta pero sonríe al ver al hombre, alto, calvo y corpulento, que la saluda con una inclinación de cabeza y se despoja de su pesado abrigo antes de sentarse en una de las cuatro mesas.
–¡Cuánto tiempo, Tony!
El hombre sonríe de nuevo y se sopla las manos para calentarlas. Ha extraído de su maletín un periódico y una libreta de apuntes.
–He estado viajando mucho, Awa. ¡Qué gusto verla! Usted tan guapa como siempre.
Awa no responde al cumplido y pregunta al hombre si quiere un café o un chocolate caliente. Éste medita por unos segundos y le pide un café bien cargado y un bagel tostado con queso crema. Awa enciende la cafetera, abre una puerta y dicta órdenes a alguien que se encuentra en la cocina. Luego pasa al lado de su cliente y mira por la puerta hacia afuera. Las calles aún están cubiertas por la nieve de la noche anterior, pero ella ha paleado y barrido su acera. Otros comercios, al lado del suyo, aún no lo han hecho.
–¡Qué invierno tan largo hemos tenido!–, dice en voz alta. El hombre no responde pero la mira, y luego regresa a la lectura de su periódico.
Awa termina de preparar el café y se lo sirve junto con una de las galletas de mantecado que son la especialidad del deli. El hombre le sonríe y da un pequeño sorbo al café. Parece a punto de decir algo pero la puerta de la cocina se abre para dar paso a una mujer joven, menuda y atractiva, que lleva en un plato el bagel untado de queso crema. Sin decir palabra lo pone sobre la mesa y se retira, pero Awa va detrás de ella hablándole en voz baja. Tras la conversación, Awa se recarga en el mostrador y mira al hombre.
–Estas chicas son imposibles–.
–¿Qué pasó con Teresa?—pregunta Tony. –Llevaba años con usted.
–¡Bah! Teresa se volvió a casar y se mudó con el nuevo marido a Arkansas. Me he tenido que conformar con Ludmila. Pero no es una chica muy inteligente, usted sabe.
–¿Recién llegada al país?
–Tiene unos tres o cuatro meses. Me impacienta, es como si no quisiera aprender.
–Sea más paciente, Awa. Seguro que es del mismo pueblo que usted.
–No, Tony—Awa se ríe–. Usted no entiende. Ludmila no es polaca. Es rusa.
–¿Cómo?
–Es rusa, es una inmigrante rusa. No es muy inteligente.
–Nunca había oído hablar de inmigrantes rusas que trabajasen en delis polacos en Chicago.
–Pues es lo que hay ahora. La economía en Polonia va bien así que ya nadie quiere venir a América. Ustedes, los mexicanos; ustedes siguen viniendo, da igual cómo estén las cosas en su país. Parece que les gusta el frío de Chicago. Pero los jóvenes de Polonia ahora tienen acceso a todas las cosas de la Unión Europea, andan en Mercedes Benz, tienen tarjetas de crédito. Ya no viajan. Ahora hay trabajos allá. Así que nadie viene. Los rusos si vienen. Y las chicas vienen y se emplean en peluquerías, delis y cosas así. Las más bonitas se consiguen marido en dos días, pero las demás sólo encuentran trabajo con nosotros. Eso sí: tienen que aprender polaco, aunque a esta chica la cabeza no le da para mucho.
–¿No es usted un poco dura?
Awa ríe de nuevo. –Claro, ¡hombres! Usted ve que tiene buena figura, y no importa si es inteligente, pero esta chica no da pie con bola; me quema el pan, corta mal los quesos y el jamón, y no puede aprender el idioma, pronuncia mal, no sabe conjugar, los artículos los pone por cualquier parte.
–Perdone que insista, pero ¿no debería más bien esta muchacha aprender inglés, más que polaco?
–Bueno, para lo que ella tenga que hacer allá afuera, en la calle; para pagar su renta, ir a la escuela si es que va la escuela, lo cual dudo. Para todo eso sí. Pero en mi deli hablamos polaco, mis clientes son casi todos polacos; alguien llama y hace un pedido, y lo hace en polaco. Además, dudo que esté aprendiendo inglés. Seguro lo habla igual de mal que el polaco. Yo creo que ella está esperando encontrar un hombre. Debería ver las miradas que le lanza mi hermano. Y mi hermano tiene 60 años, ¡viejo imbécil! ¡Hombres!
El hombre bajó la vista y volvió a leer el periódico. Awa bufó. Tenía ganas de un cigarrillo, pero no iba a salir a la calle a cinco bajo cero por muchas ganas que tuviera. Además, Ludmila traía un escándalo de ollas y platos en la cocina, seguramente algo se le había caído. Miró hacia la puerta de la cocina, y justo en ese momento se abrió para dar paso a la joven, que cargaba una charola llena de pan recién horneado. Awa la dirigió con secas órdenes hasta que la rusa colocó cada pan en el lugar exacto que su patrona le indicaba. La polaca la miraba con ojos escrutadores, examinándola por encima de los lentes. Terminada su labor, volvió a la cocina.
Awa caminó de nuevo hacia la mesa de Tony. El hombre había terminado el bagel pero Awa no recogió el plato.
–¿Le gusta la música?
–No suena mal, pero supongo que es en polaco. No tengo idea de qué dice la cantante.
–Es Slawa Adamczak, una gran cantante. Vino a Chicago hace un par de años, la vi en el Centro Copérnico. Lleno absoluto. Iba a cantar dos horas, cantó cuatro. La gente no paraba de pedirle canciones. Su estilo, ¿cómo explicarlo? Un poco como el country de aquí. Algo de country, y algo de pop. Era una mujer bellísima. Ya no, ahora pesa como 150 kilos.
–Nunca había oído hablar de ella.
–Escuche su voz. Gran voz. Era una mujer tremenda. Se acostó con todos los grandes, hasta con Wajda.
–¿El director de cine?
–Con Wajda. Se los tiró a todos. ¿Le gusta Kieslowski?
–¿También se acostó con Kieslowski?
–¡No, no sea tonto! Le pregunto si le gusta Kieslowski, es todo.
–Pues la verdad…
–A mí me gustan todos: Wajda, Kieslowski, Zanussi. Tenemos grandes directores.
–Pensé que hablábamos de la cantante.
–Sí, de ella. Ahora ya no se acostará con nadie famoso. Está muy gorda, pero me encantan sus canciones. Le voy a regalar un CD.
–Muy amable. ¿Me podría dar otro café?
Awa preparó de nuevo la cafetera y tras servir el café, atendió a una pareja que todas las mañanas comparaba una gran bolsa de pan recién hecho. Ludmila salió de la cocina para llenar el pedido, y se retiró después de cerrar la bolsa, mientras Awa cobraba. La pareja habló en voz baja con Awa. Cuando se fueron, Awa los acompañó hasta la puerta.
–¿Lo ve, Tony?
–¿Qué cosa?
–Ellos lo notan también. La chica no hace progresos.
–Creo que es usted muy dura con ella, Awa.
–Cuando yo era una niña, en Cracovia, era obligatorio que aprendiéramos ruso. No queríamos, pero teníamos que aprender y nos ponían unos exámenes bien difíciles. Para practicar, teníamos que cartearnos con niños rusos. Era una cosa terrible, porque estos niños se ve que querían tener amigos por correspondencia, y nosotros no queríamos, nos reíamos de ellos. Se les notaba que se sentían más que nosotros porque estábamos obligados a aprender su idioma. No sé como escogían a estos niños, pero en sus cartas ellos nos hablaban de Lenin y del comunismo, y nosotros les hablábamos de los Beatles, de Audrey Hepburn. Este niño, con el que yo me carteaba, me escribía cinco cartas por cada carta que yo le enviaba.
–¿Cómo sabe que era niño?
–¿Qué quiere decir, Tony?
–Si le hablaba de Lenin y de cosas así, igual no era niño. Igual era un agente de la KGB.
–Era niño, se le notaba. Yo no lo soportaba pero nosotros teníamos que estudiar las cartas para poder pasar los exámenes, así que tenía que seguirle escribiendo para que él me contestara y yo aprenderme el vocabulario, la gramática.
–Bueno, mujer, y entonces ¿por qué no habla en ruso con la muchacha?
Awa lo miró por encima de los lentes. Russkies, murmuró. Luego miró hacia la cocina. Ludmila abrió la puerta y le devolvió la mirada como queriendo preguntarle algo, pero cambió de idea y volvió a meterse.
–Nunca aprenden, Tony. Nunca aprenden.
Poem and Cuento copyright: Gerardo Cardenas©